Antes de relatar mi periplo por los diferentes coworkings por los que he pasado, me gustaría indicar que previamente a cualquier experiencia en ellos estuve siete años trabajando exclusivamente desde casa. Primero para varias empresas, y después y sobre todo como freelance de frontend.
Trabajar desde casa: la fase escéptica
Los motivos para ser reacio al cambio los imagino bastante habituales. La comodidad de estar en casa, en pijama y con la nevera al lado. También, claro, el ahorro económico y en desplazamientos; disponer de una conexión por cable… Por otro lado, la naturaleza de mi trabajo por aquel entonces era bastante individual. Aunque tenía algunas cuentas, la amplia mayoría de los proyectos de diseño web en los que trabajaba eran para agencias, apenas tenía trato directo con clientes y podía pasarme el día en zapatillas sin mayores preocupaciones.
Tras algunos meses, aunque las necesidades iban cambiando y progresivamente empecé a coordinar proyectos con otros freelances, todavía no me planteaba un cambio de entorno. Estaba cómodo y aunque el estrés en casa empezaba a hacerme lagunas, no tenía la impresión de que trabajar rodeado de gente fuese a alterar demasiado la situación.
De hecho, mis primeros contactos con un espacio de coworking fueron ocasionales: al incorporar nuevos clientes a los que no procedía invitar a casa o atender por videoconferencia, varias veces alquilé por horas la sala de reuniones de un pequeño coworking ubicado en el centro de Málaga. Se llamaba Nido Coworking. Nido, que cerró sus puertas apenas un par de años después de arrancar, fue el pionero de unos espacios entonces ocupados principalmente por traductores. Me gustó la idea y el ambiente, pero aún no era el momento.
Segunda etapa: la epifanía
Primer coworking: La Térmica
Coincidiendo con diferentes cambios personales y con la intención de solidificar la relación con algunos clientes, en 2015 surgió la oportunidad de presentar un proyecto para solicitar acceso en el coworking de La Térmica en Málaga. Se trataba de un espacio magnífico que había acondicionado Damián López, con la colaboración de Estudio Santa Rita.
La selección daba derecho a un año gratuito de uso del espacio en mañanas o tardes a elegir, y ya desde la primera toma de contacto resultó una epifanía: ¿cómo pude no haberlo probado al menos mucho antes?
He de decir que la suerte no fue sólo de que nos seleccionaran sino también de coincidir con un grupo de gente especialmente brillante. Entre ellos, Alejandro Carrasco y Ana Cabello. En aquel espacio fue una sorpresa descubrir que los malos ratos (y el mal humor) que en casa podían durarme varios días se podían conjurar tomando un café de máquina o compartiendo un menú.
Sin embargo, aunque las condiciones de acceso eran muy buenas, encontré dos problemas clave: por un lado, la climatización, que era inexistente. En verano, el ambiente podía cortarse con tijeras al no haber aire acondicionado ni ventiladores. Por otro, el cierre obligatorio del espacio en agosto no era del todo viable para alguien que empezaba con un negocio modestito. Así que decidí dar el paso y buscar una oficina o coworking, ya sí, de pago. Consciente o no, el cambio ya se había producido: no he vuelto a trabajar desde casa más allá de días sueltos o pequeñas temporadas.
El Cuartico y Grow Working
Los dos siguientes espacios en los que estuve durante algunos meses me proporcionaron diferentes matices en la forma de trabajar y convivir. Primeramente, junto a Plan D, me instalé en El Cuartico, un ático abuhardillado en pleno centro. Como el local que alquilamos era gigante, tratamos de ofrecerlo al mismo tiempo como espacio de coworking. Pero rápidamente nos dimos cuenta de que la idea no nos funcionaba: por un lado, los costes eran excesivos; por otro, preparar un lugar así requería prácticamente de un trabajo en sí mismo: coordinar limpieza, servicios, acomodar mesas y sillas, potencia de conexión, etc. Y no andábamos precisamente liberados de tarea como para encargarnos de algo así.
Tras algunas semanas de reflexión en casa, leí en el periódico que se abría un nuevo espacio de coworking. Estaba algo alejado del centro, pero al ser nuevo, los precios eran muy buenos y disponía de un generoso periodo de prueba. Se llamaba Grow Working, y junto a algunos amigos de Adsmurai, allí que nos fuimos con los bártulos. La experiencia, nuevamente de unos meses, fue muy positiva, porque a todo lo añadido de la experiencia como tal, se sumaba la heterogeneidad de los trabajadores que por allí circulaban: editores de vídeo, nómadas digitales de paso, inversores…
Fue además el primer coworking en el que había una persona asignada estrictamente para la dinamización y el mantenimiento. Y esa fue posiblemente una de las grandes diferencias del resto de sitios por los que había pasado: la presencia de alguien ocupado de que todo estuviese en orden, regulado y listo para el uso, lo mismo fuese la impresora que la sala de reuniones. Sólo abandoné Grow Working cuando el proyecto de Onion empezó a tomar cuerpo y pensé que podría necesitar de un espacio propio.
La experiencia internacional: Weréso Lille
En 2016, un pequeño viaje a Lille, en el norte de Francia, me coincidió con la entrega de un proyecto muy importante. El hostel donde me quedaba no disponía de lo necesario para trabajar cómodamente, y por recomendación de un amigo reservé durante unos días en Weréso Lille. Si en el Grow Working las facilidades para el trabajo ya eran notables, en Weréso eran directamente espectaculares. Además de lo espacioso de las mesas y el buen ambiente, disponía de salas con micrófono y monitor para videoconferencia. Sólo tenías que coger tu portátil, conectarlo y quedabas tan cómodo como aislado.
Algo similar sucedía con los baños, que disponían de duchas para los que practicaban deporte durante la jornada. Una persona se encargaba también de que siempre hubiera fruta fresca en todas las mesas, e iba renovando la cafetera y las botellas de agua según se requería. Había un espacio-biblioteca con prensa y revistas, un conserje que se esforzaba en hablar español y el precio, para finalizar, era muy accesible.
No he vuelto a Lille desde entonces pero sí he seguido a la empresa por LinkedIn y siguen abriendo centros en Lyon, París… y no puedo más que recomendarlos.
En resumen, ¿merece la pena un coworking?
A la vista está: sólo puedo decir que sí. Al menos, probarla. Mis reservas durante un tiempo y las evidentes contrapartidas (precio, constancia, desplazamientos) se ven de sobra compensadas con las posibilidades de estar en contacto con otros profesionales en situación parecida. Sean de tu rama o no, siempre es enriquecedor y algo que no siempre se tiene en cuenta: oxigena y fomenta la empatía.
Probablemente encontraréis espacios mejores y peores -incluso se habla de cierta burbuja-, pero creo que es recomendable probar, especialmente si notamos que la comodidad de estar en casa no está aportando las ventajas que debería.
Foto de Annie Spratt en Unsplash.